Vagamundo Viernes, 23 mayo 2014

Ecuador, el país de latitud 0° 0’ 0’’ – Parte 1

La ruta por la cual me lleva el autobús, desde el áspero perfil urbano de Guayaquil hasta las costas de la provincia de Guayas, es una transición visual entre caos citadino y paraíso litoral. Esta ciudad no es, precisamente, un encanto. Hay lugares más bonitos en Ecuador. Guayaquil, no obstante, es el corazón industrial de este país que se extiende por sobre la mitad del mundo. También es mi puerta de ingreso a tierras ecuatorianas. Estoy a cuatro horas de la frontera peruana, con mochila al hombro y poco dinero. Pero al final, eso no importa. No me moriré de hambre, ni me divertiré menos.

Sailor, Isla Puna, Ecuador

Un velero cerca a la isla Puná en el Golfo de Guayaquil. Foto: Rinaldo Wurglitsch/Creative Commons

Mira esta ingeniosa publicidad, que es parte de la campaña de promoción turística del gobierno ecuatoriano, inspirada en la canción «All You Need Is Love» de The Beatles:

Ecuador por fortuna sigue siendo un destino relativamente barato, pese a estar dolarizado, en comparación con sus vecinos. Tiene una gran ventaja: es un país pequeño donde los destinos más atractivos – salvo las islas Galápagos – están al alcance en pocas horas de viaje.

Desde que Charles-Marie de la Condamine y su expedición francesa trazaran en 1736 la línea ecuatorial, este rincón del planeta se convirtió para el mundo en un gigantesco laboratorio natural. Charles Darwin lo reafirmó en 1835 al visitar las islas Galápagos, durante su gran travesía abordo del Beagle, con gran satisfacción y una enorme iguana al hombro. Así, viajeros y exploradores describieron Ecuador como una tierra llena de animales fantásticos, volcanes de gélidas cumbres, impenetrables junglas amazónicas y una diversidad cultural solo comparable a sus disímiles características geográficas.

Barato y diverso. Son dos buenos argumentos para viajar a Ecuador.

El autobús pasa por un escenario natural compuesto de ceibos y matorrales secos, tras un espectacular cambio de escenario: de húmedos campos de arroz y plátanos bajo un manto de espesa niebla, a un árido paisaje diseminado de flores brillantes alumbradas por un sol que calcina. Me voy rumbo al oeste. Es un domingo cualquiera.

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Ballena jorobada en acción, frente a las costas ecuatorianas, cerca a Puerto López. Foto: Jonathan Hood

 

Historias de sol, arena y mar

Montañita es un mito erigido pueblo. Situado a orillas del Océano Pacífico, está situado a hora y media al norte del exclusivo balneario de Salinas, el Miami de los ecuatorianos. Me dicen que Montañita es un lugar donde surferitos egocéntricos, viajeros solitarios, rubias místicas, pastrulos legendarios, artesanos errantes y muchos caminantes, todos, son felices cargando al hombro su leyenda personal.

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Atardecer en Montañita. Foto: Jorge Luis G./Creative Commons

El autobús se encamina hacia la Ruta del Sol, nombre con el que popularmente se conoce la carretera E15 del circuito costero – desde la península de Santa Elena hasta el Parque Nacional Machalilla – rica en atractivos naturales y sitios arqueológicos. En medio, se encuentra la cordillera Chongón-Colonche, donde la vegetación es tupida y alfombra las orillas del mar. Es un lugar ideal para la observación de aves tropicales costeras.

Ni bien llego a Montañita, confirmo lo que me dijeron: aquí el mundo se detiene.

La rutina diaria compuesta de mar, sol y arena no va más rápido que la marea. Así transcurren los siguientes días para mí, balanceándome sobre una hamaca hasta caer el atardecer, comiendo un rico cebiche ecuatoriano de camarones, fumándome un porrito de vez en cuando, recorriendo este pueblo construido de bambú, madera y hojas de palmera y reconociendo por las noches su variada fauna que la habita entre drogas, alcohol y no solo rock and roll, sino también música electrónica.

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Cebiche ecuatoriano de camarones. Buenazo. Foto: Rinaldo Wurglitsch/Creative Commons

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Jugando con fuego. Montañita. Foto: Carlos Adampol Galindo

Está Ricky, venezolano, que trajinó por medio continente, hasta que sentó cabeza en este lugar. Abrió un bar-restaurante y hospedaje, formó familia y ahora aloja a errantes como él para darles cobija y amistad. O Vito, un sesentero con cara de iguana vieja como la de Iggy Pop, quien detrás de unos lentes de sol que le cubren media cara, contesta mi “hola” con un gesto lúdico de pulgar y meñique extendido. Sus cabañas son las más antiguas del lugar. Ahora trabaja para sus hijos y por si lo agarra una enfermedad. Porque si por él fuera, se la pasaría todo el día en el mar corriendo olas como en los setentas, cuando llegó fugando de una historia que no termina de confesar.

La lista continúa: Juliette y Amandine, un par de atractivas hermanas francesas, la primera muy fiestera y coqueta, la segunda vegetariana y obsesiva con la salud. Evidentemente congenio con Juliette. Intuyo que no le caigo nada bien a Amandine. Me mira muy feo, especialmente cuando le pregunto a su hermana si quiere tomarse un vino conmigo. No una copa, sino una botella. Juliette dice que sí. También está una pareja de colombianos artesanos, muy simpáticos ellos, que tras muchas cervezas deslizan sin querer, sumamente entusiasmados por la euforia blanquecina que inhalan, su secreto mejor guardado: son ex traficantes de esmeraldas. Conozco a Sergio, un ecuatoriano muy informado y parlanchín que me cuenta que Montañita fue declarado en 1998 zona de interés acústico marítimo. Paradójicamente, mi sentido acústico y visual se concentra en la aparición de Priyanka: una mujer bendecida por una delicada belleza exótica, con 24 años de bella vida, nacida en el Reino Unido, de padre inglés y madre india. Viaja hace cuatro años por el mundo y ahora se gana la vida haciendo piruetas con fuego o vendiendo artesanía. Conversamos largas horas, entre copas de ron barato y cielo estrellado. Nos miramos a los ojos y me entusiasmo. Avisoro una noche inolvidable. La noche avanza y el mundo sigue dando vueltas. Mi cabeza empieza a dar vueltas también. En algún momento, la euforia embotellada y la embriaguez me hacen perderla de vista. Se escurre mi gran oportunidad por borrachín. Me quedo dormido.

Al día siguiente amanezco en la playa, echado sobre suave arena y con un ligero dolor de cabeza. Estoy mal herido porque hasta la brisa duele. Ni rastro de Priyanka. A lo mejor todo fue un sueño. Es hora de seguir camino, pienso resignado, antes que yo también me quede para siempre en este paraíso.

 

Quito, la sierra culta y hermosa 

El camino hacia la capital de Ecuador es serpenteante y cuesta arriba. Algunos afirman que es el más peligroso del país, especialmente desde Santo Domingo de los Colorados, por la cual se asciende (o desciende, según el sentido del viaje) unos tres mil metros, entre pendientes, neblina y precipicios. Tomo un autobús desde Bahía de Caráquez, una ciudad que nació cerca al estuario Chone, donde los manglares han sido parcialmente destruidos por la boyante industria del camarón. Desde aquí, por unos diez dólares y ocho horas de viaje nocturno, llegaré a Quito. Dejo atrás la costa y algunos lugares inolvidables como el apacible Puerto López, situado en una bahía con forma de herradura; la naturaleza envidiable del Parque Nacional Machalilla, desde donde se observa a las ballenas jorobadas durante sus rutas migratorias de un hemisferio al otro, y esa playa magnífica conocida como De Los Frailes. También Manta y su bullicio portuario que se entremezcla con la vida nocturna de su Malecón Escénico, y Jipijapa, célebre cuna de la industria artesanal de los sombreros de Panamá.

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Esquina de las calles Morales y Guayaquil, Barrio La Ronda, Quito. Foto: David Pham

Ahora me espera Quito, a una altura de 2,800 metros, enclavado en un angosto valle que se extiende de norte a sur sobre las faldas del volcán Rucu Pichincha (4,794 metros de altura) al oeste. Al este de la ciudad está un cañón formado por el río Machángara. Es la segunda capital más alta de Sudamérica después de La Paz. Y pese a estar situado a escasos 25 kilómetros de la línea ecuatorial, la ciudad es netamente andina y goza de un clima fresco y otoñal, con una media de 14° centígrados. Ideal, opinarían los ingleses.

Esta ciudad tiene un espíritu de lucha desde sus inicios. Fue sede de una dura resistencia, antes que el emperador inca Huayna Cápac la capturase en 1492 para anexarlo a su imperio. En 1534 fue arrasada por un incendio provocado por Rumiñahui (“cara de piedra” en quechua), el general del emperador Atahualpa, cuando el conquistador Sebastián de Benalcázar reclamó la ciudad para la corona española. Posteriormente rebeliones sangrientas, independentistas e indigenistas confirmarían la sangre combativa de los descendientes de los caras y los quitus.

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Interior de la Basílica Catedral de Quito. Foto: Dennis Herzog

Hoy en día Quito, declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco en 1978, está dividido en dos mitades: La Vieja Ciudad o el centro histórico que alberga su elegante y bien conservado centro colonial con joyas de la arquitectura religiosa como la iglesia de San Francisco y su museo o la iglesia de La Compañía, erigidas en medio de mercadillos artesanales llenos de comerciantes ingeniosos y carteristas audaces. La Nueva Ciudad se expande hacia el norte con toda su modernidad avasalladora pero manteniendo áreas verdes extensas como el Parque La Alameda, que alberga el observatorio astronómico más antiguo de Sudamérica; el Parque El Ejido, donde está la Casa de la Cultura y el Museo Nacional del Banco Central de Ecuador, un verdadero imperdible por su colección arqueológica; y el Parque La Carolina, lugar de esparcimiento familiar durante los fines de semana para los habitantes de esta ciudad, situado al norte del barrio La Mariscal.

Los quiteños están orgullosos de su capital. Argumentos les sobran y voy descubriéndolos a medida que la recorro a pie o abordo de El Trole: un sistema eficiente de transporte público. El bello barrio de Guápulo, el Barranco de Quito, con sus senderos sinuosos al borde de precipicios; los deliciosos y potentes canelazos, un trago con aguardiente, canela y naranjillo que sirven en el “Tianguez”, al pie de la iglesia de San Francisco; las vistas panorámicas desde el Cerro Panecillo, a poquísimas cuadras del centro histórico, que delatan ese sinuoso e irregular perfil urbano de Quito entre cerros y quebradas; el legado de Oswaldo Guayasamín, el artista plástico más importante del país y su vasta obra expuesta en el museo que lleva su nombre, situado en el barrio de Bellavista, o La Mariscal, donde los viajeros y turistas se toparán con cantidad de bares, gentes de todos lados, cafés oenegeros, comida para todos los gustos, alojamientos comodísimos y quizás uno que otro ladronzuelo.

El amor propio de los quiteños es notable. Y la rivalidad con Guayaquil es inevitable. “Los guayacos se creen mejores porque tienen dinero, pero nosotros tenemos cultura e historia”, refuta orgullosa con una gran sonrisa Isabel Proaño, una guapísima periodista quiteña. Yo le creo.

¡Ojo!, achtung!, ¡atención!: Lee la segunda parte de esta crónica de viaje aquí.

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Cúpula de la Capilla del Hombre, realizada por Oswaldo Guayasamín. Foto: Robert Nunn